La patria de mis tobillos

(Diario de un confinamiento)

Durante cuarenta y nueve días la patria de mis tobillos ha sido el cielo,  una bóveda amplia adornada en destellos alados del color del estaño, una bóveda púrpura de tardes aupadas en aplausos ajenos a los estorninos que a esa hora exacta sacuden sus alas ofreciendo sus cuerpos al dios de las sombras. En estos días, de mis talones se descuelgan mis sueños y algunas mañanas, recién levantados, encaramados en la flecha violenta del relámpago vagan rebeldes, locos, tristes, pero libres. Ellos arriba y libres; yo abajo y encadenada a mi aliento. ¿Quién puede atarme los sueños? ¿Quién puede con una lazada gris apresar la materia de esta soñadora terca y astral?

Este abril sin primavera, de vencejos como flores y del rastro salpicado de claveles en la estela de las golondrinas, de aire tan virginal, tan de azucenas, que atraviesa el silencio de esta ciudad detenida sobre sí misma, sobre el tiempo. En este abril sin primavera, el cielo es el marullo de los besos, de la quimera y de los besos, que como una marea suave hecha de cartas mensajeras mece -madre que a volandas te acuna- mece, con ingravidez y ternura, cada uno de mis sueños.

Y no, no prefiero soñar a oscuras, prefiero que me envuelva la luz y la cumbre, prefiero soñar en el centro del día, en el centro del cielo. Estos cuarenta y nueve días de extrañeza tienen el pulso de un paréntesis, el carácter de un polizón amplio, furtivo, inabarcable, metido en cada hora, en cada segundo, recortado por un vano que intenta contenerlo, pero que no puede porque se escapa, porque el cielo se escapa y con él se lleva el sueño, ese pequeño y dulce sueño.

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