(Diario de un confinamiento)
La generosidad ha tapiado la puerta de mi casa, la puerta de mi vecino, las puertas de mi calle, las puertas de mi ciudad. Las ventanas sin embargo están abiertas. Por ellas se cuela el tamborileo de la lluvia, los pájaros están empeñados en cantar más alto y los gorriones sobrevuelan el miedo para que ni un solo niño olvide que el verano volverá. Las ventanas están abiertas, la gente tiende los sueños al aire, extienden los brazos hacia arriba y cantan y a veces bailan y el runrún de esa alegría se dilata como una ola que va creciendo hermosa y sincronizada de balcón a balcón.
La generosidad ha tapiado la puerta de mi vecino y se ha instalado en las máquinas de coser, en todas las manos que con ternura, talento y constancia dan puntadas minuciosas para hacer mascarillas de amor, confeccionadas con la tupida trama del amor. Y por las ventanas abiertas, el sonido de la compasiva costura se extiende y rivaliza en gracia y levedad con las mariposas de fuego. Y quien se pone esas mascarillas siente dentro un temblor de orquídea y escucha -como si la historia volviera encarnada- las voces de nuestras abuelas, de nuestros abuelos que dieron forma con su aliento a cada átomo de nuestra existencia.
La generosidad ha cerrado las puertas de mi calle. Y ha traído la primavera entre los dedos de los sanadores que a pecho descubierto oponen sus cuerpos para transformar el cansancio y el miedo en bondad. Abril volverá con insólitas flores nacidas de los cuidados y caerán en una nube de pétalos sobre los hospitales y los ambulatorios. Nunca tendremos otra primavera como esta, nunca lucirán las rosas como lo harán hoy, ni el perfume del clavel será tan intenso, ni las margaritas terminarán siempre con un “te quiero”.
La generosidad ha cerrado las puertas de mi ciudad. Ha detenido el viaje. Ha detenido el tiempo y nos ha dejado frente al infinito, frente al silencio y la introspección. La vida nunca tiene prisa. Y ante la epidemia de extrañeza, a medida que pasan los días y afuera reina el malsueño, muchos remontan con alas nuevas y salen por las ventanas para darse las manos. Y aunque el cielo pesa y pesa, las colinas florecen, las primeras golondrinas vuelven a casa, los lobos se organizan y las abejas portean entre las alas el almíbar de las delicias que recogeremos la jubilosa tarde de agosto que nos aguarda con el mantel dispuesto y el abrazo a tiempo.