Aquí, en este oeste
en el que vivo
siempre es tarde y es Otoño.
Hay mucho silencio y muchas aves, libres.
Y yo miro por la gran ventana,
miro el desplomado mundo
que descorazona y duele.
¿Qué haremos con las certidumbres?
¿Dónde olvidamos la bondad?
La dejamos desgraciada y triste abandonada en la basura.
Tú te fuiste una tarde de mayo
y te llevaste el sur soleado
y todos los días amanecemos sin norte,
perdidos, latiendo timoratos de no saber
qué hay más allá. Desorientados.
Más allá del mar,
de las luces, del humo,
del ruido de esta ciudad de tejados azules
que regurgita pequeñas vidas invivibles, invisibles, inviables.
¿Qué haremos con la tierra?
Se escapa entre nuestros dedos,
seca , agotada, emponzoñada.
Sin germen ni simiente.
Apenas podemos retenerla en las manos
y no hay caricias que la anclen ni la florezcan.
Tú te fuiste, y hubieron abrazos, estaciones intermedias
pero al fin miro por la gran ventana que mira al oeste
y el hielo que no vuelve me apremia,
nos apremia.
Y esta mañana que explota
en sangre y piedras,
oscurece nuestro este.
Y miramos más allá del mar del horror
donde los niños, los gatos, los pájaros
están muertos de estruendo,
muertos de olor a ruina y polvo.
¿Qué haremos con los fantasmas de su llanto?
¿Quedarán bajo el escombro?
¿Adivinaremos entre tanto abrazo líquido,
inaprensible,
quién nos presta una silla y un pedazo de pan
y una mesa puesta y el sol
y una almohada donde descansar
y paz, mucha paz?
Me mudé al oeste y por la gran ventana
temo la noche del mundo,
es oscuro y da miedo.
He de nombrar,
-repite en letanía infantil-,
he de nombrar y cuidar todos los robles que encuentre
en mi camino.