No sé cuando aprendí a desnudarme,
a despojarme lentamente de todos los adverbios
y quedarme tiritando y temiendo
frente al verbo.
No sé como aprendí a volcar mi alma,
torrente enardecido y apresado
en las esquinas del cuaderno,
dejando en cada acento,
una prenda que cubría mi llanto,
mi amor, mis alegrías,
mis íntimas vergüenzas,
enfrente de mi espíritu,
y temblando de belleza.
No sé quien me entregó la virtud,
el talento y la cordura
para hacer de mis tristezas
intemporales poemas.
De dónde saqué la mirada
para encerrar el aire, el viento,
el suspiro y las caricias,
en los recovecos de mis versos.
Y no sé, finalmente,
como volver a vestirme,
abandonar las imágenes,
calzarme con lo prosaico,
dejar de imaginar los labios,
los dedos, el sueño contenido,
los dorados de su piel,
el salce amigo que me abarca,
y el ave aleteante que añoraba.