Hubo un tiempo espléndido en el que escuchaba el dulce murmullo de las flores. Escuchaba como sacudían sus pétalos, el rumor de los pistilos y la sonata de los tallos estirándose al sol de la mañana. Se desplegaba la vida y entre la música de la acequia borboteante y juguetona, entre el aullido del viento y el limpio batir de las alas del cernícalo en el cielo, descalza y atenta, también te escuchaba.
Era un tiempo espléndido y casi obsceno, de días acompasados por el dulce crepitar del petirrojo, la coral hilarante de las urracas, el jaleo en contrapunto de la bandada de estorninos y el susurro benevolente de tus labios al nombrarme. Allí, descalza, atenta y vulnerable gozaba de las armonías de la campiña aprehendiendo que al otro lado de esa flor radiante, construida con las corolas de diez mil latidos, se hallaba la promesa de un reflejo. Era un tiempo espléndido, una primavera sonora, un cancionero.
Era vivamente espléndido, pero una mañana de octubre sobre el espíritu de la campiña cayó una mudez de broza, un otoño que implacable se llevaba del aire, de uno en uno, los trinos, los cantos, los gorjeos, la cadencia de las lavandas y nuestra alegría dejándonos un sueño miserable de taciturno desafecto. Y como en aquel mar del oeste irradiado por las obras de los hombres, vacía y de garganta desfallecida, cosida con las tristes hebras de mutismos tristes, cayó la nada. Los sonidos de la noche amordazados. El orfeón de la vida silenciado. La luz de los diez mil, y la pequeña llama que prendía en el hueco de tus palmas, transmutadas en polillas mudas y ensordecidas.
¿Quién hubiera adivinado que la oscuridad también era silencio?