Todo lo que es bueno es ligero. No es la poesía, sino el instinto de levedad hecho flor. La voluntad de estirar el lenguaje hacia arriba, hacia el torreón de los espíritus y elevarlo. Así pues, soy poeta de las alturas y me debato entre las corrientes de viento y las praderas de flores, entre el jazmín y el vencejo. Poeta encaramada en un pétalo al borde del abismo, poeta de la emoción peregrina que se enreda en primavera.
Yo, poeta de campanario, no reconozco la poesía que subterránea nace en los pasillos del metro, o polvorienta y baldía sobre las marquesinas, ni la colgada por las vísceras de las grises farolas. No reconozco el poema sórdidamente urbano ni el que abandonan deshecho en la calzada ni el de ritmo agotador y discordante. Conozco y reconozco el poema en el diente de león, en el troqueo del mirlo, en el murmullo de la foresta, en la suave parsimonia de la pequeña oruga que colorea con resuelta pericia los élitros de su futuro aleteo. Reconozco el poema como escarcha, como liquen tornasolado de siglos dormitando sobre la corteza intemporal de la metáfora. Reconozco la poesía como polvo galáctico de mariposas, como polvo de ámbar y sueño.
Por ello me inventé unas alas de pensamiento y espíritu que se enroscasen en mis tobillos con las que despegar el verbo del cemento, elevarlo sobre la boina negra y vestirlo con los ropajes gaseosos de los claveles y la dulce prodigalidad de las higueras. Con esos tobillos alados remonté la flor y el cancionero. Entre los dedos de la brisa, obstinada en portear sobre los versos el aroma de floraciones pretéritas y el mercadeo aéreo de las golondrinas, canté al amor, al puro amor, al que eleva y reconcilia.
Y así es esta poesía que reconozco: un continuo ir y venir entre el cielo y los dones de la tierra, adornada de cualidades plásticas, de amapolas, ladrona, envidiosa de la primavera, recolectora de colores, amante de las armonías del bosque. No obstante, si como Juan Ramón, en la búsqueda esencial del nombre de las cosas, tuviera que desnudarla jamás le arrancaría las alas.
Desvestiría mi poema, pero solo para dejarlo como esta mañana virginal y detenida en los quiebros alados de mis vencejos, como un océano de silencio en el que están suspensos por virtud y ventura sus alegres trinos. Si ha de ser una poesía desnuda que sea aérea; si ha de ser una poesía vestida que emule el afán amartelado de las abejas mensajeras de almíbar.
Desvestiría mi poema, pero nunca abandonaré los ropajes del abrazo. Descalza y vulnerable como voy, insistiré en dibujar los brazos amigos en cada pequeña porción de cielo, entre adverbios, epítetos e imágenes. Y así, peregrina en pos del círculo sagrado, arcana huérfana y desheredada, preguntaré: ¿Cuánto de sauce llorón y compasivo hay en el mundo? ¿Cuánto de ala?
Nota: La evocadora ilustración que encabeza este texto es de Lorena Quilo, poeta de las que vuelan entre los trazos de su lapicero. Aquí tenéis alguna muestra más de su fantástico mundo.