Había un hombre que marchaba por el mundo con los ojos abiertos, la sonrisa de una ventana al sur, y una voz melódica. Este hombre no gustaba de más contratos que el de los pinceles con los muros, gustaba de bailar y de ondear banderas y amaba la bicicleta, tenía su propio pulso y forma de vivir. Tenía muchas virtudes y supongo que algún buen puñado de defectos pero sobre todas las cosas tenía un don muy especial. Le podías mirar de perfil y le veías unas orejas pequeñitas y tostaditas por el sol. Parecían una orejillas corrientes, pero cuando alguien lo necesitaba era capaz de desplegarlas ampliándolas a la envergadura de un abrazo y cuando hacía eso, cuando las desplegaba, el corazón del escuchado, de un golpe y sin aviso, vomitaba la pena, el miedo, la angustia y se liberaba en lágrimas de esas que escuecen porque curan. Y así podía caer la tarde, a la sombra de sus orejas y compartiendo la pena.
Yo lo viví, no me lo contaron, una tarde de un Junio, en el que mi corazón estaba arañado, como si tuvieran un sensor, sus orejas se fueron haciendo grandes, grandes y mi corazón se fue desblindando, lloré todas la lágrimas que caben en un tazón de desayunar y le hablé de todas esas cosas que no contaba, me limpié tanto que al anochecer estaba exhausta y dormí profundamente todos los sueños de meses con los ojos abiertos.
Siempre pensé que tuve suerte. Desde pequeña me tocaban las rifas y hasta hubo una vez que me tocó la lotería. Pero suerte, suerte, lo que se dice suerte tuve aquella vez que pude experimentar el prodigio de ver aquellas orejas en acción, haciéndose gigantes para abarcar mi pena. Que gran acontecimiento es ver tu tristeza reflejada en otras lágrimas. Y aquí estoy peleándome con este microrelato, para dejar constancia escrita de este fenómeno y para trazar entre palabras un dibujo que diga GRACIAS.