Algo que pasó y todavía recuerdo se posó dentro de mí. Y a menudo, me pregunto qué fue de él, qué sucedió después. Una irrelevante tarde de enero, hace justo un año, un chico joven me abordó y me preguntó en francés -utilizando el traductor de su móvil- dónde estaba la parada del metro de Alboraya. Y así, con muchas dificultades, empezó nuestra conversación. Venía de Argelia, acababa de perder a su madre, estaba solo en España y llevaba varios días durmiendo en la calle. Necesitaba ducharse, me dijo. Era muy joven y su rictus muy amargo. Tan amargo como la historia que me estaba relatando y tan amargo como el olor que desprendía.
La tristeza que irradiaba, una espiral arrolladora, me empujaba a profundizar. Yo no quería hacer la pregunta, porque sabía de antemano la respuesta y porque sabía que esa respuesta me iba a llevar a un estado de incómoda desazón. No quería hacer la pregunta, pero la hice: “¿A qué vas a Alboraya?” La pantalla de su móvil contestó: “Sólo voy”. Dos palabras; un adverbio y un verbo para expresar un abismo de desamparo. “¿Puedo ducharme en tu casa?”. Le dije que no podía ser y mis ojos se encabritaron en un inoportuno llanto. Él, compungido, me pidió perdón.
Le pedí que me acompañase al cajero. Saqué cincuenta euros y se los di. Llamé a un hostel del centro. Les dije que enviaba a chico argelino muy perdido y que solo hablaba francés. Les pedí que le reservaran una cama y una ducha caliente porque tenía dinero, que yo se lo había dado. Luego, cogí su móvil, geolocalicé el hostel y le marqué la ruta; “Ve, te están esperando”. Al despedirnos me regaló un abrazo de los de verdad, de los que salen de la centelleante marmita del corazón en la que borbotea la gratitud.
No escribo esto con orgullo, ni con jactancia. Lo escribo con pudor y con tortuosa vergüenza existencial. Supongo que hice lo socialmente correcto, pero no estoy orgullosa. Sé que le ayudé y a pesar de su enorme gratitud sabía que no le estaba prestando la ayuda que necesitaba, el asilo que necesitaba. Y no, no le abrí las puertas de mi casa por miedo, tampoco por sentido común. No lo hice por las mismas razones por las que desde hace años no cojo en mis brazos a un gatito callejero. Por ese vínculo –el vínculo– que nace de la proximidad que convierte al de enfrente en prójimo. El vínculo que pronto te impide mirar hacia otro lado y obviar la tristeza y el sufrimiento ajeno.
2 comentarios en «Notas de mi diario. Sólo voy.»
Gracias por compartir esto, no tuvo que ser fácil y menos compartirlo. Te cuento mi experiencia abriendo puertas a gente que lo necesita. Mi madre, solo una vez, abrió las puertas de nuestra casa a Agripina. La situación era diferente, ella era una mujer peruana de mediana edad que llevaba ya algún tiempo en España pero se había quedado sin trabajo de interna y no tenía donde ir, ni casa ni dinero para pagarse una. Se conocieron en el autobús y se vino a casa de mi madre justo cuando yo me había ido de casa. Todo el mundo le dijo a mi madre que si estaba loca metiendo a una desconocida en casa.
Estuvo durmiendo en mi habitación hasta que ella encontró otra casa de interna, después volvía sus días de descanso. Fue parte de nuestra familia durante muchos años así. Mi madre, viuda, y ella se acompañaron mucho mutuamente y todas la queríamos mucho. Cierto es que ella se sentía muy agradecida y además de ayudar en la casa, por su propia voluntad claro esta, era muy buena y cariñosa. Tenia bastante ese carácter tímido y servicial de la mujer indígena peruana. Nunca tuvimos ningún problema con ella y la experiencia fue preciosa. Luego ya volvió a Perú y ahora la sentimos en la distancia, aunque ha habido contacto, se ha enfriado la relación.
Para nosotras fue una experiencia muy positiva, pero claro era otra situación diferente y entiendo que en tu caso no era tan fácil. Yo creo que tampoco hubiera podido abrirle las puertas de mi casa, con lagrimas en los ojos también. Un abrazo.
Muchas gracias por compartir esta historia tan bonita y ejemplar Llanos y muchas gracias también por leerme. Sí que me costó, tanto el encuentro, como escribirlo y luego compartirlo, pero quería hacerlo. A los días hablé con una amiga que trabaja en una organización que ayuda a gente refugiada y me di cuenta que hubiera tenido que proporcionarle, además, esos contactos. Esta amiga me contó que había muchos chicos muy jóvenes en la calle, que salían de Argelia e iban camino a Francia. Vidas muy duras y situaciones que en un futuro no muy lejano se van a multiplicar. Un abrazo enorme. Gracias.