Cuando mi abuela acompañó por primera vez a mi abuelo a su ciudad natal, en Alemania, se sorprendió porque algunos jóvenes le llamaban padre. Era una profunda muestra de reverencia, respeto y gratitud, ya que, después de la Segunda Guerra Mundial, cosió -y regaló- zapatos con sus hábiles manos para muchos niños huérfanos de la guerra.
Mi abuelo, Leo Krause, como muchos de sus coetáneos, tenía el carné del partido nacionalsocialista y como ingeniero y mecánico participó en la gran guerra. Pero también, como muchísimos alemanes de la época, hizo cuanto pudo para ayudar a sus vecinos y amigos y escondió a una familia judía en su casa. Los llamaron los Justos entre las Naciones, personas que no se imbuyeron en la generalizada banalización del mal -término acuñado por Hannah Arendt- y que a pesar de la férrea dictadura nazi y de estar aparentemente adaptados se negaron a dar la espalda a su prójimo.
Toda mi familia recuerda a Leo Krause como una bellísima persona. Y yo estoy orgullosa de llevar su apellido y atesorar este fragmento de sus memorias.
Y hoy, sentados sobre los muertos que se han callado en dos meses, mientras Israel arrasa Gaza, en la que ya solo queda miseria y dolor, quiero recordarlo y recordar ese momento de la historia en la que Alemania colapsó moralmente y miró hacia otro lado. Exactamente lo que, en presente, está haciendo esta Europa nuestra, Estados Unidos y casi el mundo entero.