A menudo ando sin rumbo, a menudo vago sin reloj, sólo yo y las horas y el golpe de mis talones sobre la tierra. Lo hago a menudo y es una sonata tan poderosa, una melodía tan vital que me ancla al presente y me atrapa. Suelo andar por un parque o voy caminando hacia el mar, intentado escapar del asfalto terrible, intentado aprehender el vuelo de un gorrión, adivinar al cernícalo o admirar a una pequeña culebra que asustada se aleja de mis botas. Salgo del reloj, errante sobre las horas, sobre mi sombra, entretenida, observando como la luz la recoloca. No hay premura, ni pereza. Ando con la tarde que describe un arco naranja sobre mis pasos.
Si estamos hecho de tiempo y cuerpo, caminar, sentir el corazón en mis dos piernas reúne en ese esfuerzo la esencia de nuestras vidas hechas de paisajes, miradas y voces mudables. En esos minutos que el día me envuelve tengo tiempo para soñar, para mirar, para escucharme, para recordar. Tengo tiempo para observar lo que me rodea. Apenada, a veces, miro a mi alrededor cuando avanzo por la ciudad hostil, ruidosa, en una polvareda de hollín invisible con rostros atrincherados en la soledad de sus carrocerías, tristes versiones de sí mismos, aislados del bello trascurrir de las horas, del trino de un mirlo o de la danza aérea de los vencejos. Y allí estoy huyendo del aire infecto, hacia la claridad, escapando hacia el silencio. Escapando a la burbuja del tiempo donde no hay minutos ni segundos, sólo el parpadeo de las ramas, el sonido del viento azotando las palmeras y la luz alborozando el horizonte.
Me considero afortunada, lenta, distraída, al margen de la prisa. Una entre diez mil con paso leve, volando sin alas. Cualquier observador diría que pierdo el tiempo pero yo sé que con mis pasos pausados retengo la belleza y, fuzgamente, las alas irisadas de lo vivo se acomodan en mi retina.
Me considero afortunada, en cada una de esas caminatas detengo el tiempo, lo congelo en la palma de mis manos. Esa dimensión del tiempo que la ciudad y el reloj pervierten. Ese ciclo redondo del día que nunca termina en un callejón angosto sino que resurge una y otra vez, tan nuevo y tan viejo, en una sortija preciosa que encadena al devenir de los días, la muda de las estaciones.
2 comentarios en «La burbuja del tiempo»
Hace falta hablar más de la Momo de Ende y no del estúpido reto viral. Tu texto me ha rememorado ese cuento.
No sé cómo “habré envejecido” a esta novela infantil pues no son los libros los que envejecen mal, sino sus lectores.
Si no la has leído, invierte algo de tiempo en ella, creo que te gustará 😉
Muchas gracias Luis…. justamente Momo y la Historia Interminable tienen un lugar de honor en mi biblioteca. Qué bonito lo que escribes…