El mejor regalo que mi madre me hizo fue un libro, y después de ese libro otro y después de ese, otro y otro y otro…..Así, hasta que la literatura atrapó mi mente infantil y empezó a formar parte de mi vida. El mejor regalo que me hizo mi primer profesor de lenguaje fue una obligación: leerme una antología de poemas de Miguel Hernández. Ya para entonces yo era una adolescente impresionable, romántica y soñadora y aquel prodigioso don para la metáfora se instaló en mi mente, en mi corazón y en mis recuerdos. Ya ha pasado mucho tiempo desde entonces y la vida ha sido larga y dolorosa a veces y los versos de Miguel siempre han sido un bálsamo al que recurrir para conjurar penas. Su voz me ha acompañado, – sólo quien ama vuela..….,- recurrente y rotunda suena en mi cerebro cuando llega la tristeza, – no hay extensión más grande que mi herida- .
Cuantas veces me lo he imaginado, he viajado en el tiempo para verle y lo he visto en su huerto, con sus libros, bebiendo del aire, de la tierra, de las aves, del almendro, la materia de sus versos. Bebiendo también del amor pues lo adivino apasionado, conmovedor y conmovido. Me gusta imaginarlo cetrino, de voz grave y manos fuertes, hombre de campo y gran amigo, hombre enamorado. Me gusta imaginarlo escribiendo versos profundamente emocionado. ¡Cuántas veces esa emoción, ha sido mía! ¡Cuántas veces me he apropiado de su llanto!
Como esta tarde de Mayo que me precipito hacia la ausencia, de entre todos sus poemas escojo este; carta doliente, carta que pierde su condición de paloma mensajera y se convierte en árbol.
CARTA
El palomar de las cartas
abre su imposible vuelo
desde las trémulas mesas
donde se apoya el recuerdo,
la gravedad de la ausencia,
el corazón, el silencio.
Oigo un latido de cartas
navegando hacia su centro.
Donde voy, con las mujeres
y con los hombres me encuentro,
malheridos por la ausencia,
desgastados por el tiempo.
Cartas, relaciones, cartas:
tarjetas postales, sueños,
fragmentos de la ternura,
proyectados en el cielo,
lanzados de sangre a sangre
y de deseo a deseo.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.
En un rincón enmudecen
cartas viejas, sobres viejos,
con el color de la edad
sobre la escritura puesto.
Allí perecen las cartas
llenas de estremecimientos.
Allí agoniza la tinta
y desfallecen los pliegos,
y el papel se agujerea
como un breve cementerio
de las pasiones de antes,
de los amores de luego.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.
Cuando te voy a escribir
se emocionan los tinteros:
los negros tinteros fríos
se ponen rojos y trémulos,
y un claro calor humano
sube desde el fondo negro.
Cuando te voy a escribir,
te van a escribir mis huesos:
te escribo con la imborrable
tinta de mi sentimiento.
Allá va mi carta cálida,
paloma forjada al fuego,
con las dos alas plegadas
y la dirección en medio.
Ave que sólo persigue,
para nido y aire y cielo,
carne, manos, ojos tuyos,
y el espacio de tu aliento.
Y te quedarás desnuda
dentro de tus sentimientos,
sin ropa, para sentirla
del todo contra tu pecho.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.
Ayer se quedó una carta
abandonada y sin dueño,
volando sobre los ojos
de alguien que perdió su cuerpo.
Cartas que se quedan vivas
hablando para los muertos:
papel anhelante, humano,
sin ojos que puedan serlo.
Mientras los colmillos crecen,
cada vez más cerca siento
la leve voz de tu carta
igual que un clamor inmenso.
La recibiré dormido,
si no es posible despierto.
Y mis heridas serán
los derramados tinteros,
las bocas estremecidas
de rememorar tus besos,
y con su inaudita voz
han de repetir: te quiero.
Miguel Hernández