Mi ciudad está polarizada por el anillo ciclista. Hay cruentos debates en las redes, en la prensa y en las calles y críticas feroces a nuestro alcalde y a la concejalía de movilidad sostenible por el impulso que están dando a la bicicleta. La verdad es que me entristece porque hay demasiados detractores y muchos de ellos (en contra de la lógica) ni siquiera son votantes del partido de la oposición sino gente progresista y de “izquierdas”. Y es que el anillo ciclista da vía libre a que las bicis inunden el centro de la ciudad y roben espacio al coche. Sí, al coche, ese icono del siglo XX que nos ha confundido y nos ha prestado la “ilusión” de libertad. Cuando leo a mis conciudadanos atacar ferozmente a las bicis y defender su derecho a moverse en coche por la ciudad, no puedo dejar de pensar que como sociedad estamos abocados al fracaso si no somos capaces de distinguir las verdaderas prioridades, si no somos capaces de elevarnos por encima de nuestras circunstancias personales y pensar en lo que de verdad es bueno para todos. Porque moverse en coche lejos de ser un derecho es más bien un privilegio, un privilegio que tiene profundos costes para el conjunto de la sociedad y para el planeta que de verdad es el centro de nuestras vidas.
Pero, ¿por qué no somos capaces de elevarnos por encima de nuestras circunstancias personales para pensar en el bien común? Seguramente esta pregunta daría para todo un tratado de sociología. Pero así a grandes rasgos, sin profundizar y en lo que se refiere al coche y a otros temas relacionados con la ecología, hay una gigante (e intencionada) falta de información en lo que tiene que ver con los procesos materiales de la vida. Apenas se reflexiona sobre el equilibrio ecológico de este mundo, sobre el efecto invernadero, sobre el papel de los bosques en el ciclo del agua, sobre lo coodependientes que somos de todos, absolutamente todos los seres vivos de la tierra. Tampoco reflexionamos sobre la energía, como llega la comida a nuestras mesas, como llega el agua potable, como nos calentamos, como la economía industrial es la que permite nuestro estilo de vida y cuan, cuan dependiente es ésta de los combustibles fósiles. Este sistema económico atroz y devorador de recursos nos hace vivir en la falacia de que podemos estar por encima de los límites del planeta y para ello los oculta sistemáticamente.
Por eso, porque los límites del planeta quedan fuera del discurso, aunque enfermemos lentamente como individuos y como sociedad conformamos nuestras vidas en base a decisiones estratégicas que dan por sentado e imprescindible el transporte motorizado de personas y mercancías obviando, una y otra vez los límites y los costes reales. Así pues continuamos escogiendo nuestros lugares de residencia contando con que tenemos coche (y haciéndolo así insustituible) y siguiendo la lógica del mercado que trae a tu nevera productos cuya producción altera los ecosistemas (por ejemplo la carne).
Y es que el mayor triunfo de este sistema es el cultural. Un triunfo que tiene dos bastiones por una parte la indiferencia y “ocultación” de los procesos esenciales de la vida y por otra los valores que se nos ha vendido en las últimas seis últimas décadas. Valores que nos devuelven una imagen de seres autónomos e independientes, casi inmortales La realidad es otra, somos frágiles y profundamente dependientes de otros como nosotros y de la misma naturaleza. Todos los que cohabitamos en este planeta compartimos destino y todo lo que le hagamos a otro ser vivo nos será devuelto porque este planeta es el más bello ejemplo de interdependencia y cooperación.
Así pues cuando un consistorio valiente, se empeña en mejorar una ciudad limpiando su aire, deberíamos ser capaces de trascender nuestras situaciones personales, tener visión y saber distinguir donde está lo que verdaderamente nos interesa como sociedad y como individuos. A fin de cuentas, ¿qué es preferible? Llevar a tus hijos al mejor cole bilingüe al otro extremo de la ciudad o preferir que tus hijos crezcan en un planeta limpio, justo y saludable….