Érase una vez un niño y una niña un poco raritos que se llevaban muy bien y eran buenos amigos. Cada mañana de cada martes se encontraban en la sombra de un alcornoque en la sierra de Espadán. El niño iba con su viento dando saltos mágicos por las rocosas sendas detrás de los veloces gamos. La niña rodaba con precisión a la exacta velocidad de las mariposas. Y aunque cada mañana la luz del sol era diferente, siempre se reconocían en la sonrisa y a la sombra de aquel alcornoque, cada martes, se daban los buenos días.
Así pasaron algunas semanas y el niño viento, que en sus ratos libres se dedicaba a embotellar sol, quiso hacer un regalo a la buscadora de mariposas. Metió en una cajita un poquito de ese sol embotellado en preciosas esferas naranjas y se lo entregó. Todo el mundo sabe que regalar sol embotellado en febrero es el mejor regalo del invierno porque quien toma sol todos los días en ayunas nunca se constipa y en los ojos le sale un brillo especial que ilumina a ratitos las habitaciones en penumbra. Así que la niña estaba agradecida y durante días pensó cómo devolverle el prodigio a su pequeño amigo viento. Pero la niña no quería trabajar, prefería viajar en bicicleta detrás de las estaciones y por lo tanto era pobre y por más que pensaba no se le ocurría un regalo tan valioso como las botellas de sol anticatarros.
Al cabo de unos días, de repente la pequeña vagabunda recordó que en ocasiones el aire y las flores de la montaña le prestaban unas alas pequeñitas que ella se ponía en la cabeza, una en cada oreja. Y cuando se ponía esas alitas, no lo podía reprimir, su imaginación volaba muy alto y de los dedos se le caían poemas y algún cuentecito remolón. Y entonces se le ocurrió que aquellas alitas tenían un tamaño adecuado para los tobillos del niño y que seguramente la ráfaga de viento que siempre le acompañaba, se entretendría en empujar hacia delante las pequeñas alas, despegando de este modo al niño del suelo.
Por aquellos días la Sierra de Espadán estaba revuelta y sus habitantes trabajaban afanosamente para preparar los caminos, las veredas y las cimas de las montañas. Manadas de jabalíes apisonaban día tras día las sendas, pequeños grupos organizados de ardillas retiraban ramitas y las nutrias se entretenían construyendo puentes en los arroyos. Como todos los años, el tercer domingo de febrero se celebraba la carrera más importante de la región. Venidos de muy lejos llegaban los corredores más célebres y veloces: corzos, gamos, antílopes, avestruces y hasta se rumoreaba que ese año se había inscrito un guepardo africano. Por supuesto el niño y su viento estaban inscritos y, como eran muy tenaces y responsables, todos los días salían a entrenar. El niño creía que era prácticamente imposible superar el tiempo de los avestruces, pero él y su viento amaban crestear por las montañas y no desperdiciaban ni una sola ocasión de escuchar la música de las piernas al traquetear sobre la tierra.
Tres días antes de la carrera, el niño vio que en su buzón había una bolita roja que parpadeaba. Lo abrió y al fondo encontró un sobre que parecía temblar ligeramente. Lo cogió entre las manos y lo llevó al salón de su casa. Los dos, viento y niño, estaban impacientes porque el cartero no solía acercarse hasta allí. Abrieron el sobre con tanta torpeza que una nota se cayó al suelo y unas alitas arreboladas empezaron a revolotear a su alrededor. El viento bajo hasta el suelo donde estaba la nota y leyó: “solo funcionan si entrenas y no haces trampa”. Las alas, mientras tanto, como estaban acostumbradas, intentaron colocarse en las orejas del niño. Pero el viento que sabía de estas cosas las empujó entre protestas a los tobillos y como por arte de magia allí se colocaron. Fue una sensación de ingravidez fabulosa, las alas tiraban de los pies hacía el cielo y de un gran salto el niño se colocó en la lámpara. Y en ese justo momento el niño y el viento supieron que podrían ganar al avestruz.
Como todas las cosas llegan, también llegó el domingo, el día de la gran carrera. Todos en la sierra estaban alborozados. Rara era la vez que el bosque de alcornoques recibía tan insignes corredores. Así que la expectación se respiraba en el ambiente. Allí estaban colocados en el punto de salida el corzo, el antílope, el guepardo y el avestruz y por supuesto el niño de tobillos ahora alados y su vientecito. Y cuando el maestro de ceremonias dio la señal salieron todos disparados. La carrera fue muy exigente pero poco a poco el niño dando saltos prodigiosos con sus tobillos alados fue adelantando a casi todos los participantes. Ya había avanzado dos tercios del recorrido y estaba a punto de alcanzar al avestruz, por delante de ellos solo quedaba el señor guepardo. Pero es sabido que los avestruces tienen unas patitas demasiados delgadas, perfectas para recorrer el desierto, pero un poquito frágiles para trotar por los caminos de Espadán. Y sucedió algo tremendo y a la vez triste: el corredor número dos, el señor avestruz, se tropezó. Y allí en un revoltijo de patas y plumas a los pies del niño y su viento quedó tumbado y con los ojos llorosos. ¡Había venido de tan lejos para participar en la carrera! El niño lo miró preocupado y el viento soplaba en su carita para aliviarlo. Y ambos que eran de buen corazón decidieron ayudar al señor avestruz a alcanzar la meta.
Y así, con las alas de los tobillos cada vez más anaranjadas del esfuerzo, el viento convertido en vendaval y el niño cargando entre los brazos con el señor avestruz, llegaron a la meta. La ovación fue increíble. Se escuchó tres valles más allá. Y el puesto dos del pódium nunca estuvo tan concurrido. En el retrato que salió en la prensa al día siguiente, todos los lugareños pudieron ver al niño con las mejillas coloraditas del esfuerzo, al avestruz contento de haber ganado dos amigos y al vientecito tan satisfecho que no paraba de despeinarles haciendo pequeños remolinos de puro contento.
Por fin llegaron a casa, el viento amainado en brisa de mar y el niño, cansado, se quitó sus zapatillas y cuando fue a acariciar con mucho cariño a sus alitas naranjas…éstas se convirtieron en moradas, se desprendieron graciosamente de sus tobillos y en el centro de la habitación transmutaron en mariposas. “Volveremos cada vez que nos necesites – pareció que decían- pero ahora nos reclama una niña poeta”
Fin
4 comentarios en «A la precisa velocidad de las mariposas»
Me encanta…y a mis hijos tb, que es más importante!!
Muchas gracias por un regalo tan especial…
¡Qué alegría me da que les guste a los peques! Son jueces exigentes….
De lo que voy leyendo, de tus publicaciones, no diré que es la mejor, porque todas son hijas tuyas y solo tú las puedes calificar, diré que es la que más me ha gustado.
Muchísimas gracias Pep, a ver si va a ser que insisto en ser poeta y para lo que tengo verdadera disposición es para imaginarme fábulas…