Era una casa alta, de altas ventanas al Sur, al Norte, al Este y al Oeste. Sus habitantes cocinaban, pintaban, limpiaban y a la hora de la siesta hacían el amor bajo el sol caliente del invierno. Era una casa y era un jardín donde florecían los amarilis y las dracenas. Era una casa y era un hogar donde el amor se acurrucaba.
Era una casa alta y clara, pero sus ocupantes no abrían las ventanas, no fuera que el ruido ensordecedor del desamor se autoinvitara. No fuera que se colara la negra desilusión de los meses frustrados de buena esperanza. No fuera que la ventisca de la desconfianza, que aleteaba atenta sobre las altas ventanas, les separara. Y así la casa, con las ventanas cerradas, no era jardín palpitante, ni refugio dulce, era una jaula.
Amor mío, allí te amé profundamente, en la luz y la sombra, imperfecto y voluble. Pero no te confundas, no dije para siempre, no dije incondicional, dije que era cierto. Pero tú que desconoces la dimensión del amor, pero yo que no quiero echarte de menos, que no te doy más tiempo. Bajemos las persianas, dejemos que el olvido entierre la luz, entierre la casa, la clara casa, al niño triste que no llegó a cenar. Dejemos que el olvido entierre nuestros alados sueños y el llanto malogrado de ese niño se pierda remoto en el abismo del tiempo.