Detenida en un semáforo de la plaza España a mi lado una mujer exasperada gritaba al teléfono. No sé por qué, pero cuando colgó me dirigí a ella y le pregunté: ¿puedo ayudarla? Me contestó que sí y me contó que estaba desorientada que tenía que ir a Germanías a la consulta de su médico y que llevaba más de media hora dando vueltas y que no sabía llegar. Le indiqué que solo tenía que caminar recto y bajar por el túnel, pero le daba miedo así que me pidió que la acompañase. Yo iba justa de tiempo para acudir a mi cita, pero la percibí tan desvalida que no pude negarme.
Se prendió de mi brazo como una mariposa se prende del pistilo de una flor y las dos caminamos a buen paso mientras me contaba que en Germanías su hija le estaba esperando. Era alta, recta, con pelazo y todo el tiempo repetía agradecida: Dios te envía amparo cuando lo necesitas.
Se la entregué a su hija. Se parecían. Sus ojos irradiaban extrañeza. Entre nosotras levitaba la sombra amenazante de un olvido. Les dije adiós con un abrazo. Y yo, impenitente solitaria, llegué tarde a mi cita con esa certeza que últimamente me tiene tan sitiada: “sin los demás estamos perdidos”.