De cuando lo insignificante es lo importante.

El hielo del Ártico nunca volverá

A finales del pasado mes de Diciembre se publicó un artículo en Viento del Sur, que pasó relativamente desapercibido a pesar de la gravedad del tema tratado. Sólo el titular ya era lo suficientemente alarmante: “Nada que hacer. El hielo del Ártico nunca Volverá”. Sin embargo era mucho más pavorosa su conclusión final:

“El hecho de que el Ártico sea ahora una reliquia de un tiempo pasado –la primera parte importante del planeta que se halla en la cuenta atrás– debería sacudirnos. Es uno de esos hechos que quienes seguimos de cerca el cambio climático sabíamos que iban a ocurrir. Y su advenimiento, es devastador en su totalidad. La pérdida del viejo Ártico está tan cerca como tan lejos ha llegado la humanidad en la transformación del planeta en algo fundamentalmente diferente de lo que ha dado pie a la civilización a lo largo de los últimos 10. 000 años. Es una transición aterradora y que hemos de lamentar. Pero también es un recordatorio de que nuestro destino como individuos y como sociedad no está prefijado. Si el Ártico puede cambiar con tanta rapidez, la humanidad debe hacer lo mismo.”.

La indiferencia mediática con la que se reciben este tipo de noticias, el escaso eco que tienen, nos da una idea bastante clara de que vivimos de espaldas al desastre civilizatorio que se está escenificando frente a nuestras miradas. Sin embargo en el artículo mencionado hay una idea central en la que deberíamos detenernos: “el hielo ya no volverá”.  Ya no hay tiempo de rectificar, de frenar. Los tan temidos efectos del Cambio Climático ya están aquí y combinados con el descenso energético, en medio de la Sexta Gran Extinción de las especies, millones de hectáreas deforestadas, mermadas las reservas de agua dulce del planeta y la escasez de materiales que permiten funcionar a nuestras sociedades industriales sólo cabe plantearse como superar y adaptarnos al colapso que viene.

Todos aquellos colectivos, todas las personas conscientes de este panorama nos planteamos una y otra vez de que modo abordaremos la gigante tarea que supone transformar las bases de nuestra sociedad para intentar no ya construir una sociedad diferente sino como repetidas veces se ha dicho “fracasar mejor”. Es una tarea necesaria puesto que se estima que en torno al 2050 seremos 9000 millones de personas en el planeta. ¿Cómo las vamos a alimentar? Es de esperar que a medida que los ecosistemas planetarios vayan quebrando cada vez más personas a lo largo de todo el globo sean arrojadas a la miseria. Es de esperar que millones de personas se vean obligadas a abandonar sus hogares y sus tierras. Hoy ya el Mediterráneo es una fosa común donde miles de hombres y mujeres pierden la vida. ¿Qué haremos? ¿Rodearemos nuestra Europa de alambradas a prueba de migrantes? Si no tomamos el timón de nuestra civilización nos enfrentaremos al ecocidio y al genocidio más grande de la historia de la humanidad. Tenemos la obligación moral de intentar minimizarlo.

En mi casa todo es pequeño.

Ante esta realidad, nos preguntamos reiteradamente: ¿qué hacer? Todas, absolutamente todas las estructuras sociales deben ser cuestionadas. Un sistema económico basado en el crecimiento indefinido en un planeta finito es inviable. ¡Cuánto habrá que recordarlo!

La lista de tareas es descomunal, hay que transformar la agricultura industrial en otra agricultura basada en la permacultura y la agroecología, relocalizar nuestras actividades económicas, recuperar la soberanía alimentaria de los territorios, tenemos que minimizar el transporte de personas y mercancías, la producción industrial, la gestión del territorio, frenar la deforestación, avanzar hacia una dieta vegetariana que consuma menos recursos e incluso hay que transformar el ocio, -algunas de las actividades con las que pasamos el tiempo como el turismo de masas son absolutamente insostenibles-. Y a diferencia del soniquete que se repite una y otra vez desde los Mass-Media, no hay fuentes de energía infinitas, no hay baterías Tesla, ni coche eléctrico, ni pilas de combustible de hidrógeno. No hay ninguna tecnología milagrosa que nos vaya a a sacar del atolladero en el que estamos. Nuestro hogar es pequeño, tiene límites y las leyes de la termodinámica nos atan materialmente a la existencia. Tenemos la suficiente capacidad tecnológica para ofrecer una buena vida a todos los seres vivos de este planeta pero no dentro de un sistema económico basado en el crecimiento infinito.

Qué duda cabe que el cambio es cultural porque todas las transformaciones arriba mencionadas en la práctica significan simplificar, decrecer materialmente, vivir de forma más sencilla y revisar nuestra actual escala de valores. Como decía Gramsci, el capitalismo global nos ha ganado la batalla en el terreno de la cultura, de los valores y de nuestro propio imaginario -“es más fácil imaginar el fin del mundo que la salida del capitalismo”, decía Fredric Jameson-. Así pues las respuestas no las encontraremos en la tecnoesfera, están en el terreno de la política, en el terreno de la ética individual y de la colectiva.

Y no es poca cosa, puesto que hemos crecido y estamos educados en esta sociedad capitalista que premia los intereses privados frente a lo público, que nos hace creer que somos seres autónomos e independientes, casi semi-dioses invencibles. Pero por el contrario, como bien nos recuerda Yayo Herrero, somos seres muy vulnerables, interdependientes y ecodependientes. Seres relacionales que nos constituimos en sociedad y que tenemos el potencial de alcanzar una vida buena siempre a través de nuestras relaciones con los otros.

El individuo, un invento reciente.

Vivimos en una sociedad que fomenta y recompensa el individualismo. Sin embargo el individuo es una figura muy reciente en la historia de las civilizaciones, íntimamente relacionada con la invención de la escritura y la especialización del trabajo. Fue un proceso que se fue fraguando en la Europa de la baja Edad Media, hasta llegar a la Ilustración. Pero, ¿qué da soporte material a este nuevo individuo nacido en el Siglo de las Luces? ¿Qué le permite la emancipación de los lazos comunitarios? La respuesta la tenemos en el nacimiento de la propiedad privada como derecho, no es pues casualidad, que en la primera declaración de los derechos del hombre y de los ciudadanos de 1789, la propiedad privada adquiera carácter de derecho inalienable y sagrado.

De este modo llegamos a nuestro siglo, a una sociedad dominada por el pensamiento neoliberal “trabajar más para ganar más”, donde el bien común es invadido continuamente por los intereses privados, donde la acumulación de capital es el motor de la economía y el opaco crecimiento del PIB es el barómetro del bienestar social. Así lo resumió Margaret Tatcher: “No existe lo que se llama sociedad. Hay hombres y mujeres individuales y hay familias”. Se despolitizan asuntos que pertenecen a la esfera socio-económica y se devuelven a la esfera individual. Se nos empuja a buscar soluciones biográficas a problemas estructurales obviando la praxis política. Y así dejamos de ser ciudadanos para convertirnos en consumidores o usuarios. Se nos hace creer que la solidaridad es inútil y que cuidar a los demás es aborrecible, se fomenta la indiferencia y se mercantilizan todos los aspectos de la vida. Pero los hombres y mujeres así aislados están incompletos y rotos. Primates supersociales como somos necesitamos los vínculos relacionales para alcanzar una vida plena

Y aquí estamos, en el momento más crítico de la historia de la humanidad. En ese preciso y triste momento en el que podemos afirmar que debido a nuestras actividades (económicas) desmesuradas hemos llevado al colapso a la biosfera, esa biosfera que propicia nuestra propia existencia. Para decrecer, para simplificar nuestras sociedades y abrazar la autocontención tenemos que construir otra cosmovisión. Es imperativo rescatar los bienes relacionales frente a los materiales, esos espacios de convivencia donde se entrenen habilidades como la capacidad de negociar, la escucha activa, la paciencia y donde principalmente se refuercen principios como la solidaridad, la generosidad, la hospitalidad y los cuidados. Pues es muy probable que si no somos capaces de rescatar estos valores humanos en un contexto de escasez de recursos nos alcanzará la barbarie. Es desde el “nosotros”, no desde el “yo” desde donde tenemos alguna oportunidad. Y siempre fue así en la historia de nuestros antepasados.

“Ante una visión así, siempre me abandona la certeza de que lo importante es más importante que lo insignificante”

No es por azar por lo que a nuestro alrededor emergen cooperativas de consumo como “Som alimentació”  formada por un grupo de personas  que se reúnen con el objetivo de empoderarse de su dieta. O iniciativas como “Canopia”, una cooperativa de trabajo asociado integrada por un grupo de personas comprometidas y aliadas que se autoemplean pero que también promueven un desarrollo rural justo y sostenible en la comarca de la Sierra de Espadán. Espacios de convivencia donde los nexos relacionales se reconstruyen. También lo es Rodamons, proyecto que conozco muy de cerca. Más allá del objetivo pretendido de constituirse como una “red de albergues”, los cinco años de proyecto han dado lugar a una casa comunitaria, abierta y hospitalaria, donde los integrantes han tenido (y tienen) que aprender a relacionarse. Una contestación a las insostenibles “viviendas de segunda residencia”, un hogar comunitario en el que disfrutar del entorno rural, otra manera de concebir un ocio más sostenible, más social y acorde a los desafíos de este tiempo.

Necesitamos practicar y practicar. Para rescatar los vínculos sociales que este capitalismo atroz ha devorado, necesitamos practicar. Debemos entrenarnos en la negociación, en el compromiso, en la solidaridad y en los cuidados. Se necesitan muchos espacios compartidos y abiertos para aprender, -como me decía un amigo el otro día- que: “mis derechos terminan cuando terminan los de los demás”. Espacios, al fin, de resistencia en los que día a día tengan lugar las pequeñas transformaciones silenciosas que nos convertirán en sociedades, grupos e individuos resilientes.

Quizás los versos de Wislawa Szymborska expresen mejor la relevancia de aquellos proyectos en apariencia pequeños y sencillos:

“Por alguna causa yo estoy aquí y miro.
Sobre mi cabeza una mariposa blanca aletea en el aire
con unas alas que son solamente suyas,
y una sombra sobrevuela mis manos,
no otra, no la de cualquiera, sino su propia sombra.

Ante una visión así, siempre me abandona la certeza
de que lo importante
es más importante que lo insignificante.”


Lecturas que amplían y profundizan en las ideas que expongo:

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